De: Cuentos Insomnes.
Terror
Oyó venir las campanadas del reloj de la sala, mucho antes que el martillete golpeara el bronce.
Las sintió subir por la escalera, doblar en el recodo de la pared del segundo piso, pasar por la mesa donde hicieron vibrar la muñeca de porcelana y aplanarse lo suficiente como para escurrirse por debajo de la puerta de su cuarto y llegar a sus oídos. Estaba sola en la casa, entreteniendo la soledad en una tarea banal: moler minutos y desmembrarlos en segundos.
Contó los sonidos del reloj
—uno, dos— miró al techo
—tres, cuatro— corriente de aire frío
—nueve, diez— ojalá amaneciera pronto
—doce, trece. Dios mío, no puede ser...— No finalizaban los tañidos, parecían continuar monótonamente, aunque aumentaban imperceptiblemente su velocidad. Cada nota giraba en su mente, tratando de ocupar espacio vital en su cráneo, invitando a cada objeto de su habitación a pulsar en un compás obsesivo. Como el espejo, del cual brotó una fosforescencia verde. Como la cómoda, que se inclinó crujiendo contra el piso de madera. Como la cama, antes tan sólida y ahora desinflada por lo que parecía ser una pérdida de masa repentina. Fue entonces cuando supo que era tiempo de correr. Se incorporó de un salto tocando el parquet que se partió en mil pedazos como un cristal. Sin punto de apoyo cayó al vacío, golpeando el suelo en el piso inferior, varios metros más abajo, al pie del reloj que seguía repicando cada vez más disonantemente. Aturdida por el impacto, alcanzó a incorporarse entre gotas de un líquido negro y viscoso, como sangre a medio coagular, que brotaba de los rincones hasta ella. De allí, al fin, se levantó, buscando escapar hasta la cocina, donde todas las gavetas y anaqueles se abrieron para cerrarle el paso, disparando latas y cubiertos en direcciones increíbles. No había escapatoria, no podía gritar siquiera: un nudo de pánico aprisionaba su garganta. Escuchó una carcajada, un momento antes que cayera la primera centella, justo a medio metro de su cuerpo. Cuando la potente luz cesó, ya no estaba en su casa. Ahora corría despavorida por un bosque en tinieblas con árboles móviles que querían atraparla, desgarrando su vestido con las ramas que remataban en dedos esqueléticos y que terminaron por cercarla.
Quiso gritar una vez más, todo era inútil; más cuando vio aproximarse una legión de espantos, aparecidos y seres insólitamente deformes, sacados todos de sus más espantosos delirios; que, entre risas histéricas, se tomaron de las manos, haciendo una ronda en torno a ella para conjurar todos los demonios, en un aquelarre donde pidió morir si estaba viva o vivir si estaba muerta, estirando su temor más allá de lo humanamente soportable. De alguna manera, el grito tan ansiado surgió de las entrañas de la tierra, brotando por su boca. Todo explotó de una sola vez, sintiendo la tensión de su espalda dolorida, bañada en lágrimas, de nuevo en su cama, gritando todavía.
Quizá sólo habría sido una pesadilla, tal vez un mal sueño; nunca tuvo tiempo para saberlo. El silbido de los sapitos del jardín, el rasgar de los grillos taciturnos en la cortina y el rumor de las polillas insomnes en el piso, le recordaron los sonidos del macabro viaje a la profundidad de sus temores.
Poco a poco y cansada de tanto llorar, se quedó dormida, arrullada por otra campanada; serena, tranquila...
Y entró de nuevo a sus sueños, furtivamente, como un ladrón.
Pero su soledad era la misma, y seguiría acompañándola...
Barquisimeto, Venezuela, 1985